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viernes, 11 de marzo de 2011

ENCINAS Y CHOPOS

10-03-11
La encina –carrasca- es la reina de los bosques de Mezquita de Loscos. La encina ese árbol sagrado para algunas culturas. La encina de El Castillo y la Modorra, de la Dehesa y del Hondón y de Monte de Piedrahita.
La encina, junto con el chopo de las riberas, fueron árboles esenciales para el vivir primitivo de mi humilde y hermoso pueblo que tuvo medio millar de habitantes y ya apenas le queda más habitante que Salvador que regresó a vivir de su magra pensión y soledad después de trabajar en la ciudad. Ya no sé si queda el rebaño de los primos, creo que sí, y la tía Encarna. Quizá Felícitas, la última pregonera. Sebastían y la Sole ya no han podido soportar el invierno y sus achaques, y han abandonado su casita, también arrinconada en un callejón, para buscar residencia en Zaragoza. Creo que nadie más queda en Mezquita.
Esa aldea pobre, que fue siempre, en la que la carrasca calentaba el invierno y guisaba el puchero en todo tiempo. La encina oscura, misteriosa y fuerte que se mezcló con nuestras vidas en la infancia. Aquellas encinas peculiares que resisten en la falda de la Modorra. El encinar de “las suertes” porque a cada vecino le correspondían algunas. Enormes encinas que, quizá, su vida alcanza el medio millar de años. Olvidadas esas sorprendentes encinas que debieran ser objeto de atención patrimonial. Encinas de la Modorra para las cuales yo quisiera tener la inspiración poética de Antonio Machado:
¿Qué tienes tú, negra encina,
campesina
con tus ramas sin color
en el campo sin verdor;
con tu tronco ceniciento
sin esbeltez ni altiveza,
con tu vigor sin tormento,
y tu humildad que es firmeza?
Además de las encinas, con su hábito oscuro permanente, me fascinan los chopos cabeceros desnudos que en estas fechas empiezan a vestirse, lentamente, con brotes que revientan en conciertos musicales verdes. Esos chopos que marcan el hilo, a veces inexistente, del riachuelo que vive y muere entre las últimas casas y la fuente. Y los chopos y sus enormes ramajes, mejor regados, que nos muestran la ruta del Nogueta allá por Las Huertas y los molinos. Maderos humildes, vigas, que sustentan techumbres de edificios, ya sean casas ya pajares de las eras, o parideras del rebaño o casetas refugio en circunstancias climáticas difíciles. Parideras y refugios sembrados por campos y caminos de los que apenas nada queda. Maderos que el hacha corta a una altura adecuada para que el chopo siga lanzando su ramaje para futuras podas madereras. Benditos chopos de orillas del Pilero y del Nogueta que me anuncian la primavera mejor que las encinas cuyo aspecto, con matices, permanece en todo tiempo. Benditos chopos de mi pueblo orilla de corrientes de agua más humildes que la del Duero a cuya orilla Antonio Machado contemplaba los chopos y los álamos:
Esos chopos del río, que acompañaban
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla…
¿Cuántas primaveras esperan a Silvano?

miércoles, 9 de marzo de 2011

LA CASA DE EL CASTILLO, LAS ERAS Y S. JORGE

09-03-11
La casa de El Castillo, por el ventano no bien ajustado, mira al norte, al cierzo. Mira a Las Eras y a S. Jorge. Un paisaje, Las Eras, que fascina a Silvano. Aterrazamientos que ascienden hasta S. Jorge. La emoción, que se guarda en el alma: de la trilla y el trillo, del almuerzo y la fritada, de la tajada y la merienda, de la parva, el heno y el grano…
S. Jorge, como casi siempre en sus ermitas, en la cumbre del otero, vigilando la sierra y las llanadas de los campos de cereal que se pintan hacia Loscos con matices diversos de acuerdo al ciclo agrícola y a la estación correspondiente.
S. Jorge, dos sanjorges en la vida de Silvano. Dos ermitas. Una, inquietante, que fue en su amanecer. Otra que es y parece asentada en el sosiego y el olvido. Casi sin parentesco. Distintas.
Mezquita que asciende desde el río hasta Las Eras, se resguarda del frío asentada en el otero. Y ofrece su cara, generosamente, al sol de mediodía.

lunes, 7 de marzo de 2011

EL CALLEJÓN


08-03-11
Junto al callejón del tio(sic) Cipriano, el callejoncito y la casa escondida donde Silvano nació.
La parte que podíamos llamar la granja –gallinas, cerdos, conejos--, cubierto para el rebaño de ovejas, cubierto para burros de reja y carga…, ya en ruinas.
Pegada a esa estancia borriquera, la cocina que cobra inusitada importancia en invierno.
Más hacia poniente, el lugar donde habitan las personas: el patio empedrado sin figuraciones geométricas como en otras casas. La escalera que sube a la sala con acceso a las alcobas y a los graneros. Por encima, directamente la techumbre de teja árabe. Refugio humilde.
Nuestro belén donde las ovejas y corderitos balan, asnos rebuznan, resoplan y patalean, gallinas cacarean, gallos cantan que “quieren quebrar albores”, cerdos gruñen y cerdean. El perro cazador ladra y el perdigacho de reclamo reclama con su cha, cha, cha su lugar entre carrascas donde se encuentra la perdiz. Conejos silenciosos que hacen sus madrigueras por los fiemos del corral. Su sonido es sólo de percusión cuando atisban peligro y dan un zapatazo seco en el pavimento de paja sucia. Un concierto de aves y cuadrúpedos en toda regla.
Por encima de las tapias de piedra basta, cogida con yeso, los bardales de leña, la ramera de la carrasca. Las trancas, se amontonan en un rincón.
La casa, pegada a Las eras, se asoma hacia el sur soleado, hacia el Cabezo y El Castillo y el camino de la fuente. Un ventano se abre al cierzo, al norte, a Las Eras y S. Jorge.