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sábado, 19 de marzo de 2011

ESPACIOS VIVIDOS

19-03-11
Espacios vividos en tu aldea. Echas la vista atrás. La vista hacia adelante apenas cuenta porque se interpone el muro del cementerio. Tan poco queda. Vivías en el horno, lugar cálido en invierno. La boca de la cueva donde se cocía el pan, su olor. El olor del pan recién hecho. Y las magdalenas. El roscón de Pascua con huevos duros insertos. La coscarana… El resplandor de la llama allá dentro. Las mujeres que han amasado de madrugada y ahora  trocean en porciones su obra prodigiosa. Las mujeres hacendosas que no escatiman la charla por la que circulan los últimos acontecimientos. La pala larga que no descansa de entrar y salir de la hoguera. Con la masa de ida, con el pan de vuelta. El horno. Espacio vivido. Ya imposible. Desapareció.
La escuela otro espacio cerrado. Al fondo de la plaza, enfrentada al muro oriental de la iglesia. La escuela donde aprendiste a leer y poco más. Con maestros a los cuales les resulta incómodo un destino humilde, al pie de la sierra. Inviernos durísimos. Ventajas las mínimas. D. Alfredo, D. Avelino, D. Manuel, D. Paco. Los cuatro nombres. Maestros de las cuatro reglas y de las cuatro letras. Los bancos corridos, la estufa de leña de carrasca. Extrañamente,  en ese espacio aún puedes encerrarte y recordar.

Puedes entrar en la iglesia. Vaya usted a saber cuántos lugares de culto encontraríamos bajo el pavimento de este espacio cerrado e inaugurado en 1803 porque el que  había resulta pequeño. ¿Se construyó sobre una mezquita musulmana? ¿Y antes? ¿Una capilla visigoda? Tampoco nos olvidemos de los romanos y de los poblados celtíberos y… Trescientos millones de años pasaron en que las aguas acogieron a seres marinos elementales que quedaron fósiles en las piedras de esta aldea.

Y entras en el espacio de la iglesia católica en la que celebra la misa un peculiar vicario muy conocido en el entorno. Mosén Francisco Vargas. Que despacha a su estilo misas, bautizos, comuniones, matrimonios. Caza y juega al “subastau”.

Pasado el atrio, a la derecha se encuentra un minúsculo recinto cerrado con verja. Guarda una matraca. Ese instrumento de percusión, áspero, que suplía a la música de las  campanas en Semana Santa. Guarda la pila bautismal y los óleos y crismas… La pila me sumerge en tiempos remotísimos. Un aspecto de rudeza y antigüedad que merecería un análisis. ¿Es lo poco que queda de la iglesia que fue antes del XIX?        

viernes, 18 de marzo de 2011

MATERIALES Y MUROS





18-03-11


 Pasear por Mezquita en los tiempos que corren es encontrarse con la aterradora ausencia de seres humanos con los que conversar. Por el contrario, podrás observar un tipo de construcciones pariopintas que, en conjunto, no queda más remedio que aceptar:

  • Tapial
  • Muros de adobes
  • Piedra seca de las paredes de Las Eras
  • Piedra irregular cimentadas con yeso, cal, cemento
  • Combinación de piedra con tiradas de ladrillo
  • Todos esos tipos, a veces, con poco gusto, aparecen lucidos y coloreados
Lo que uno quisiera ver al pasear por estas calles desiertas de su pueblo sería que aparecieran a la vista  en los diversos edificios la piedra bruta y ruda que parece ser lo más típico de la construcción de este espacio. Nadie se ha preocupado de este matiz etnológico que daría al espacio un aspecto único si añadimos los callejones mudéjares. Un pueblo de manposta piedra vista.


Piedra, piedra y piedra es una de las "riquezas" que tenemos en este rincón ignorado del mundo.     

domingo, 13 de marzo de 2011

ALBA Y LAS FLORES




14-03-11
Como yo, querida Albita, recordarás aquellos días en que cogías florecillas en el camino de regreso a casita después de tus horas de guardería. Humildes florecillas nacidas en el asfalto ciudadano. “Yaya, hoy no hay flores”. Es que empezaba a hacer frío y las flores con el frío se emperezan. Pobres flores. Hacías un ramito tan pequeño como tu mano y cuando llegabas a casa se lo ofrecías a mamita o a papito. Si los dos ausentes, el ramito se desmaya con urgencia, y para nada sirve. Te acuerdas, claro que te acuerdas. Era una especie de rito.
Tu yayo, Albita, es de una tierra de aquí cerca, de un pueblo que, cuando era, el pueblo, digo, yo tenía tres años, cuatro, cinco… Y había niños, cosa que es normal en cualquier pueblo. Ahora no, ahora no hay niños. Y un pueblo que no tiene niños no es un pueblo. Se muere. A mi pueblo, aun así, muerto, lo llevo en el alma. Lo quiero. Hacía mucho, mucho frío en aquel lugar escondidito en la falda de un montículo que llamamos S. Jorge. Al pie de una sierra. Hacía mucho frío y las flores sólo mostraban sus encantos en la primavera que hasta allí llega muy tarde. Las flores en mi tierra son de primavera. En el verano tórrido se agostan como la mies.
Tú, tan pequeña, ya conoces una tierra donde estas cosas no pasan. Donde siempre hay flores porque no hay ni invierno ni verano, ni noches o días largos o cortos. Agua y sol. Elementos necesarios y suficientes para que las flores siempre se hagan presentes. Eso pasa allá por aquel Valle hermoso por donde corre aquel río tan grande, tan grande. Y las flores de toda especie y color alfombran aquella tierra fértil. Por el Quindío, por el Parque del Café. Por todas partes. Qué hartazgo de flores. De orquídeas, también, que es la delicadísima flor nacional entre tanta flor. Qué paraísos.
Tu yayo, Albita, --que ya quiere mucho, mucho la tierra de Titica y de mamá de tantas flores y orquídeas-- sin embargo, en los tiempos que corren, se queda con el recuerdo de una flor, no menos delicada que la orquídea. La flor del azafrán que tanto, tantísimo tiene que ver con su infancia. Cuando el yayo era pequeñito, que lo fue. No era una flor espontánea que llegara con la primavera. "Que por mayo era, por mayo, / cuando hace la calor, / cuando los trigos encañan / y están los campos en flor”. No. Era una flor cultivada. Una flor que amanece cuando las demás se esconden. Cara el invierno. Pero qué belleza, qué lindeza de flor.
Y el mes de octubre, alrededor de la fiesta de El Pilar, en que tanta flor cultivada se derrota e inmola a los pies de la Patrona, no puedo por menos que acordarme de mi flor preferida. Un recuerdo que hasta duele en la entraña por ausencia. Cómo he añorado en mi vida la flor del azafrán. Esa criatura capaz de aunar familias, sentimientos e intereses.
La flor del azafrán, en aquellos años, era una necesidad como la harina del molino, el pan del horno y la matanza del cerdo. Aquellos años en que los niños, Albita, nada sabían de consumismo. Lo cual, pasados tantos años, se agradece.
El niño, de siete, de ocho años, ya madruga y se une a la cuadrilla que sale al encuentro con la flor del azafrán. La mañana todavía es noche. Apenas si la aurora se adivina por las tierras mineras turolenses. La noche es cerrada. El frío, en ocasiones, enorme. Te queda su memoria.
Tomamos el camino de la fuente, que es camino “real”. Pronto, a la derecha se queda el cruce que lleva a El Castillo y al Campo Santo –cada día pienso más en ese lugar, Albita--. El silencio es absoluto. La oscuridad, inmensa. Pronto, la caravana familiar, enfila el Caminico Royo, a la izquierda. Quizá se oyen las herraduras de acero de la burra madrugadora que tropiezan sonoramente con los guijarros del sendero. La música es atronadora. La de las herraduras. Tremenda en la noche oscura. En la albarda, sobre las ásperas samugas, se acomodan dos cuévanos si la cosecha de flores se sospecha abundante. De lo contrario, la familia, sin bestia, avanza por la senda de tierra roya hacia el tajo, como fantasmas en la noche, hundidos en sus pasamontañas, en sus tapabocas, en sus mantas, aquellas mantas que salían del telar del abuelo. Para los pies, las albarcas, pedugos y polainas en los hombres. Las alpargatas de esparto del taller de tío Santiago y las medias recias, escondidas tras el refajo abultado, para las mujeres. Y pañuelo negro atado bajo la barbilla. Y siempre, colgados del brazo, los cestos zafraneros adquiridos a los gitanos que se aposentaban en la antigua fragua junto al río.
Poco a poco, la luz va llegando por Oriente. El alba --hermoso nombre-- que nunca se olvida de amanecer cada día. Ya hemos llegado. Apenas distinguimos el terreno acotado de nuestra labor. Apenas adivinamos las florecillas que acaban de brotar de la tierra en acción rebelde contra el frío, la escarcha y la razón. Poco a poco el milagro se hará evidente. Mientras, se hace fuego para calentar las manos. Los dedos tienen que liberarse de la frigidez helada. De otra forma, imposible acceder a las flores de zafrán. El frío impide el puño digital y, por ende, recoger la flor. Ni los guantes sirven. Los mitones, sí, que dejan al viento la mitad más exterior de los dedos. Para navegar las flores. Hechos de lana de oveja, calcetados pacientemente por el ama de casa para cada usuario. Mientras, un pequeño tentempié, ni desayuno ni almuerzo. Un mendrugo de pan que salió del horno hace una semana, una porción de chocolate y poco más. Tal vez una manzana verde doncella, apenas madura, de la mazanera de la huerta. Ay, Albita, pocas cosas son necesarias para vivir.
Tres generaciones, Albita, tres. Felices a pesar del frío, que arrostran con valor la dura tarea de recoger el zafrán en aquella parcela robada para el menester al hermoso campo de la Hilada. El niño, los niños, Albita, se sienten mayores al sumarse a las tareas de abuelos y papás, como tú te sientes mayor y ya no quieres ayuda para ascender al tobogán o al gusano y lanzarte sin freno. Pronto, pues, en aquel tiempo de postguerra, nos incorporamos a trabajos de supervivencia.
Pero digo que no hay niños en mi pueblo, Albita. Apenas queda persona. Por ello, tampoco brota de la tierra fría la flor del zafrán poco después de los Pilares. Por ello, Albita, por muchos años, he sentido la ausencia en mi vida de esa maravillosa flor de pétalos entre azul y viola, de estambres gualda y estigmas rojizos. En éstos está el tesoro del zafrán. Pequeño tesoro que ayudaba a la familia a ir tirando en aquellos años de economías de supervivencia.
Por fin, ha llegado la luz y, cuando la luz llega, ilumina el paisaje más hermoso del mundo. Nada comparable a un campito de zafrán en una mañana otoñal, por la Hilada de Monforte, cuando la cosecha es abundante. Criaturas minúsculas, con los pétalos apretados en torno al brin. Parecen un rebañito de esmeraldas. El momento adecuado para ir recogiendo la cosecha en los cestos de mimbre y caña. La jornada es larga. Mejor hacer las cosas antes de que el sol abra la corola en un abanico de pétalos.
Y mañana más. Y al día siguiente. Y al otro, mientras dure el tiempo de los zafranes. Tareas agotadoras, Albita, que tú tal vez no comprendas. Ello sin contar la segunda parte de la jornada. La de la noche, la del desbrizne o desbrine para quedarse solamente con el brin o estigma royo y desechar pétalos y estambres. La “deconstrucción” de la flor del azafrán. Entrañable sesión familiar. Pero esto es otra cuestión.
Pensar y sentir los colores y olores de los zafranes. Tener a la vista alguna flor. Hace unos años, en el huerto junto al río, J.M. Simón, el amigo de Loscos, me mostró las flores que hacía unas horas habían nacido. Qué gozo después de tantos años de ausencia. Calmó momentáneamente mi ansiedad. Que tenía que volver y ha vuelto.
Al fin, el pasado año, Albita, me hice con unos bulbos, o cebollas de donde sale la flor del zafrán. Ni corto ni perezoso, las enterré en un tiesto. Y me dieron flores, sí. Una docena de flores de azafrán. Gracias, Dios mío.
¿Querrás saber, Albita, que, precisamente el día del Pilar me acerqué a observar la maceta por ver si anuncia algo y ya vi el primer brote que será la primera flor de esta temporada? Por ello, estoy contento. Y por tu gracia, Albita.