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martes, 25 de octubre de 2011

EVOCACIONES MEZQUITANAS-29


29
A la familia pertenece también la perdiz o el perdigacho de turno. Siempre, dentro de la jaula cilíndrica acupulada, hay una perdiz, prisionera al servicio de la sociedad doméstica. En mi lugar, cuando la perdiz es del género masculino, recibe el nombre de perdigacho. Aquel perdigacho era admiración del contorno, sobre todo la envidia de los cazadores. Era el rey del yermo y de los carrascales. El ídolo y el cebo trágico que, con su cantar, convoca, entorno a su pedestal, a las perdices enloquecidas. Aquel perdigacho era una trampa mortal que llena de perdiz escabechada las cazuelas de la humilde despensa.
Una pena y una necesidad. Una pena hurtar al campo la música de la perdiz y sus paseos en época de siega y de rastrojo al frente de sus pollos perdiganas. Una estampa que llena el alma de sencillas emociones campesinas. Una lástima que, cada vez menos, se oiga en el campo libre el canto de la perdiz. Ya apenas vemos en época de celo a esos hermosos pájaros salir a los caminos. Menos a las perdiganas apenas salidas del nido recibiendo lecciones y protección de la perdiz. Paseos silenciosos y siempre atentos a la necesidad de una urgente retirada ante el peligro inminente. Quedan pocas perdices en tu “lugar”.

Los “verdes” ecologistas y los protectores de animales  me van a maldecir si les cuento la fruición con que asistí con mi progenitor a una sesión de caza con el perdigacho familiar  de reclamo. Escondidos entre unas carrascas. Cómo uno se reconciliaba con los ancestros  cazadores. Cazaban para comer y casi comían para cazar, tal era la satisfacción que producía aquella tarea imprescindible para subsistir. Y para un equilibrio vital sin acercarse al gimnasio.

Aquellas piezas escabechadas que ahuyentaron el hambre de la posguerra.

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