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viernes, 4 de marzo de 2011

EL CALLEJÓN DE CIPRIANO,ALGUACIL Y OTROS OFICIOS


05-03-11
Callejones. Calles de poca profundidad sin salida. Las puertas de las casas se abren a replacetas. Espacios herradura. Urbanismo morisco, tal vez. Peculiar arquitectura de Mezquita digna de permanencia. Uno nació en un callejón derivado de otro principal. A uno le nacieron en un callejoncito, ya en ruinas. Escondido, que casi se hundía bajo las eras de la parva y el trillo.
Calléjón principal, aunque pequeño, que daba paso, en los años cuarenta del siglo XX, al espacio más transitado de un pueblo de entre cuatrocientos y quinientos habitantes. Ello merced a que allí vivían el tio(sic) Cipriano y la tia(sic) Paula. Sustancia y esencia de una comunidad. Pregón, alguacil, tienda, café, taberna, cantina, baile, barbería… Ay, aquel callejón… La vida misma. La vida que empezaba Silvano. La luz -la vida- que le llega tras la sombra y la noche. La guerra apenas acabada. El callejón, del barrio de El Castillo. La alegría de la vecindad. Qué fue.
Qué es. Las puertas claveteadas de dos aperturas horizontales cerradas para siempre. La gatera imprescindible que daba libertad a los gatos que no eran mascotas, sino trampas para ratoncitos predadores. Esos remiendos de hojalata oxidada. Ese musgo, ese verdín que muestra el tiempo muerto, no vivido. Por encima de las puertas, la vieja instalación eléctrica. Por encima, se adivina el “ventano” del granero. Allí, se descarga el grano. Allí, se acomoda el catre para el dormir. Ay, ese granero y ese ventanuco. Por encima, la tejas y el cielo. Qué historias. Paredes de piedra sin desbastar que es lo que más abunda en esta tierra dura pero entrañable.
En ese espacio en el que vive el musgo, se encendía la hoguera de San Antón. Qué hoguera. Qué falla, digo. Qué recuerdo. Qué callejón.
Ya, nadie.

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