La casa |
El otro abuelo se llamaba Paulino.
Más menudo que el abuelo Perico. Más nervioso. Más vehemente. Con más genio.
Contigo, mucho más cercano. Con él vivías en la casa del callejón del barrio
del Castillo. Tan escondida. Tan debajo de las eras. Con él, ibas a podar la
viña por allá por el Batán y la Yegua Blanca –qué topónimo-. ¿O no fue podar
sino remover la tierra alrededor de las cepas? Hacía calor. Eso sí.
El
abuelo Paulino
era pelaire y tejedor. Cardaba la lana de las ovejas de aquellos pueblos, y en
aquel viejo telar, tejía mantas a cuadros.
Se diría que el abuelo Paulino tuvo la idea de que su nieto siguiera por lo
textil para que la tradición familiar no se perdiera. Puede ser. Evidentemente,
no lo consiguió. En aquella especie de Clavileño quijotesco, te enseñó a
emborrar la lana. Allí, emborrar era dar
la primera carda a la lana. Una carda queda fija en aquel extraño caballo de
madera. La otra, la manejas tú. Y entre ambas, la lana se afinaba. Ras, ras, ras… Era un niño. Y, a veces,
maldita la gana que tenía de cardar lana.
“Unos cardan la lana y otros llevan la fama”. Vaya por Dios.
La puerta abierta de la casa |
Te tocó dormir con el abuelo Paulino en aquella cama de una
escondida alcoba. Y fría. El abuelo
Paulino contaba y cantaba romances de la tradición popular. Con ello, más
que dormir, conseguía desvelarte. “La
Carmela se pasea/ por una sala adelante/ con dolores de parir/ que el corazón
se le parte…”. El romance de la mala suegra. Otras veces, el abuelo Paulino susurraba la canción
de S. Antonio y los pajaritos. Por los años ochenta, por Navidad, en la Plaza
Mayor de Madrid, recibiste un impacto emocional escuchando aquella letra y aquel
tono que oyera a mi abuelo. Tremendo. Y se puso de moda la canción.
Cardas |
Al
abuelo Paulino, lo
recuerdo ya viejo, como todo nieto
recuerda a su abuelo. Además, el abuelo
Paulino tenía el pelo blanco como lana después de cardada.
Cuando murió, su nieto estaba muy lejos.
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