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Claro,
en el “lugar” de la Sierra la muerte de una bestia era una desgracia
animal pero también humana. En los tiempos que corren se llora la muerte de la
mascota o la desgracia del coche que se estrella en cualquier curva o en
cualquier recta. En el “lugar” se lloraba la muerte de los machos (mulos), mulas había pocas, y jumentos que son energía viva,
sin gasolina, que arrastra el arado y
carga talegas, serones y demás.
¡Cuánto ha llovido! Se llora la muerte de una caballería. Es el afecto que
despierta y es la pérdida patrimonial enorme.
Parejo
destino humano y animal en la aldea. Subir las
costeras del término, arrastrar la fatiga del ciclo agrícola, con genio,
con decisión, casi con alegría para después salir unos por el camino de la Fuente
hacia el entierro y otros por el camino del Reajo. Unos, devorados por gusanos.
Otros, por buitres carroñeros. Qué más da. La proximidad del hombre y el
animal, pocas veces tan ciertas, en la vida y en la muerte y en el afecto.
Las
relaciones de la sociedad agrícola con los animales de carga y arado. Una
relación necesaria. Trascendental. Para la arada, para el acarreo, para la trilla.
Y claro, como acogida del campesino, jinete a lomos del animal, hacia la huerta
o el molino, o del monte al lugar de las carrascas para “hacer leña”.
La
población de personal y de equinos desaparece al ritmo de la llegada de las
máquinas. Muchos años hace que, en Mezquita, no hay de esa especie animal. Animales
racionales apenas si media docena. Las máquinas acuden a la siembra y a la
cosecha. Y poco más. Queda el paisaje.
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