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El
gato,
claro, tiene su función en aquella sociedad primitiva y de subsistencia, pero
no más infeliz que la presente. Allí está a la hora de las comidas esperando
que algo se descuelgue de la mesa de sus señores. Los huesos, alguna medolla.
Allí está en mala avenencia con el perro
cuando de aliviar el hambre se trata. La disputa de una misma migaja es la
causa de peleas dignas de la guerra de Troya. Digno de ver el enfrentamiento
del perro y el gato. Éste descompone su figura que da miedo. Enarca el lomo,
enfurece las orejas y el rostro, la cola. Todo su cuerpo se conmueve. Parece un felino de la selva. El can,
aunque con más sosiego y seguridad en
apariencia, no las tiene todas consigo. Al fin, después de unos segundos de
malas caras y enfrentamiento inactivo, el gato, que ha visto las orejas al
lobo, se dispara en veloz carrera hasta el bardal donde el gallo canta sus
triunfos. Miradas asesinas, y aquí paz y después gloria.
Pero
el gato es necesario en esta sociedad rural de seres humanos y animales
domésticos. En la que no se admite a los ratoncillos de campo que pueden hacer
estragos en la artesa del pan, en el
granero de trigo o en la cebolla del zafrán. Por ello, el gato cazador,
nada señorito, ni pijo, ni animal de compañía que acude con frecuencia a la
peluquería de la esquina, a su centro de salud y hasta a su hotel de cinco
estrellas, tiene un instinto avispado para descubrir la pieza. Y con qué
discreción y sigilo espera la ocasión. Sus muestras cinegéticas semejan, a
escala menor, a la del perro ante la liebre.
Gatera rudimentaria |
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