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A
la familia pertenece también la perdiz o el perdigacho de turno.
Siempre, dentro de la jaula cilíndrica acupulada, hay una perdiz, prisionera al
servicio de la sociedad doméstica. En mi lugar, cuando la perdiz es del género
masculino, recibe el nombre de perdigacho. Aquel perdigacho era admiración del
contorno, sobre todo la envidia de los cazadores. Era el rey del yermo y de los
carrascales. El ídolo y el cebo trágico que, con su cantar, convoca, entorno a
su pedestal, a las perdices enloquecidas. Aquel perdigacho era una trampa
mortal que llena de perdiz escabechada las cazuelas de la humilde despensa.
Una
pena y una necesidad. Una pena hurtar al campo la música de la perdiz y sus
paseos en época de siega y de rastrojo al frente de sus pollos perdiganas. Una
estampa que llena el alma de sencillas emociones campesinas. Una lástima que,
cada vez menos, se oiga en el campo libre el canto de la perdiz. Ya apenas
vemos en época de celo a esos hermosos pájaros salir a los caminos. Menos a las
perdiganas apenas salidas del nido recibiendo lecciones y protección de la
perdiz. Paseos silenciosos y siempre atentos a la necesidad de una urgente
retirada ante el peligro inminente. Quedan pocas perdices en tu “lugar”.
Los
“verdes” ecologistas y los protectores de animales me van a maldecir si les cuento la fruición
con que asistí con mi progenitor a una sesión de caza con el perdigacho
familiar de reclamo. Escondidos entre
unas carrascas. Cómo uno se reconciliaba con los ancestros cazadores. Cazaban para comer y casi comían
para cazar, tal era la satisfacción que producía aquella tarea imprescindible
para subsistir. Y para un equilibrio vital sin acercarse al gimnasio.
Aquellas
piezas escabechadas que ahuyentaron el hambre de la posguerra.
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