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La
marrega.
En el diccionario de María Moliner, márrega.
Término propio de Aragón. Por ello,
ese acento esdrújulo se antoja extraño. Cuando la marrega vivía por las eras y
pajares de Mezquita de Loscos, las palabras con acento en la antepenúltima
sílaba eran poco menos que imposibles. Marrega, que no márrega. Cuando llega el
verano y la paja y el tamo se avientan en la era y vuelan por el pueblo y
cubren las calles y penetran por el cuello de la camisa y se pierden en el pelo
y producen pruritos en la piel, entonces,
la marrega se encarama a los hombros de los mozos y se convierte en
protagonista de la aldea.
Entrar
la paja
al pajar con la marrega es la faena
menos querida de todas las que
giran entorno a la trilla. Otros tiempos. Entonces, las mozas no se emocionaban
con zagales metrosexuales que visitan a la peluquera esteticista para que les tiñan unas mechas antes de darle
unas patadas al balón, un fin de semana, en el Bernabéu, en el Calderón o en el
Campo Nuevo, ya viejo, del Barcelona. Que va. Entonces, las zagalas mocitas se
enamoran de los mozos que, en menos tiempo, vacían más marregas de paja en el
pajar. Uno de los trabajos de Hércules, a pleno sol, llenar la marrega de paja,
bien prensada, cargársela al hombro y caminar hacia el pajar. Doscientos,
trescientos metros, o más, de penitencia. Y vuelta a empezar. Se llena el pajar
para el invierno, para las caballerías, para el rebaño. Mientras, verano,
sudor, polvo y paja en la era. Tremendo. Separar el grano de la paja que
andaban confusos tras la trilla. El viento y horca de madera lanzando la mies desmenuzada hacían el milagro del divorcio. La
selección era cosa, y causa, del distinto peso del grano y de la paja.
La
marrega era no más que un saco enorme de color blanco manchado que sirve para
transportar la paja al pajar. Bueno, cada
marregada en el pajar como un gol del mozo para zagalas tiernas. Los mitos
de aquellos tiempos en aquel lugar. Qué tiempos.
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